RECORTE : RUTH HERNÁNDEZ (EFE/REPORTAJES)
En la década de 1950 Nueva York recibió la mayor emigración de puertorriqueños, que se establecieron en lo que hoy se conoce como el Barrio Latino de Harlem, y que fue hogar para un gran número de músicos, tanto boricuas como cubanos.
“En 1955 todo el mundo en el país tenía que saber bailar mambo, chachachá y otros ritmos latinos”, destacó el percusionista, compositor y director de orquesta Bobby Sanabria, maestro en la Escuela de Música de Manhattan. “Las orquestas en Nueva York estaban en su máximo nivel y, por supuesto, las de Machito y Tito Puente”.
“Los blancos estadounidenses sabían lo que eran el mambo, el guaguancó, la guaracha, el bolero, el son montuno”, dijo este músico, especialista en jazz.
Para esa época, Nueva York contaba con gran número de salones de baile, tanto en la zona metropolitana de Manhattan como en el Bronx, donde se había radicado también una gran comunidad puertorriqueña, especialmente en el sur de ese barrio.
Entre esos muchos salones, The Conga, Park Plaza o Birdland, hay que destacar el gran Palladium, que entre 1948 y 1966 fue la meca de los clubes de baile de música latina, y no solo para los hispanos, y que llegó a ser conocido como “la casa del mambo” durante la efervescencia de la “mambo manía”.
Allí tocaban las orquestas del momento: la del puertorriqueño Tito Rodríguez; la de Tito Puente, que nació y creció en El Barrio, hijo de puertorriqueños, y la del cubano Frank “Machito” Grillo, quienes fueron figuras claves en la historia de la música popular, y que compartían escenario con frecuencia con figuras del jazz como Cal Tjader o Dizzy Gillespie.
Hay que destacar además la presencia en Nueva York, en esa época, de los también cubanos Arsenio Rodríguez, que se presentaba además en clubes en el Barrio y el Bronx, donde se desarrolló otra cultura musical, y Mon Rivera, y al puertorriqueño Cortijo y su Combo, con su vocalista Ismael Rivera “El Sonero Mayor”, quienes trajeron a la Gran Manzana el sonido de la bomba del folclor puertorriqueño, así como el de la guaracha.
En esa época se escuchó también el merengue de la mano de Angel Veloria, que lo llevó al Palaldium, un club que era más visitado por puertorriqueños cuando se presentaban Cortijo, Veloria o Mon Rivera, porque preferían los clubes en el Barrio, explicó la compositora, directora de su orquesta y también educadora Aurora Flores.
“Yo tenía unos 10 años y recuerdo que mi madre, que siempre se arreglaba en casa, fue ese día al salón de belleza para que la peinaran porque esa noche iría con mis tíos al Palladium porque estarían Cortijo y Maelo”, recordó.
“Si no sabías bailar Latin, como lo llamaban los afroamericanos de Harlem, no estabas en nada”, recordó Flores. “Ese era el sentimiento en esos días. Si no bailabas, no gozabas”.
El Bronx tenía para esa fecha más salones de baile que Manhattan, como el lujoso Hunt Point Palace, con capacidad para 2,500 personas, así como el Blue Morocco, el Royal Mansion o el Bronx’s Caravana Club –que se convirtió en “el hogar de la pachanga”–, el Tritons o Tropicana, en alusión al famoso salón cubano.
Todos ellos fueron mucho más que salones de baile, hasta convertirse en centros de intercambio cultural y social, como destaca el estudio A South Bronx Latin Music Tale, de las folcloristas Elena Martínez y Roberta L. Singer.
En una época sin televisión ni internet, los salones de baile eran el centro de diversión y reunión, donde la gente se reunía con amigos y hacía nuevas amistades.
El Hunts Point Palace fue tan popular que una noche se presentó lugar Porfirio Rubirosa, el donjuan dominicano, bautizándose una bebida con su nombre, dato que está incluido en el libro que Flores escribe sobre el pianista Larry Harlow, que acompañó a varias orquestas en ese lugar.
“Una de las cosas que contribuyó a la permanencia y proliferación de la música latina fue que a los judíos les gustaba y la mezclaban con la suya; la abrazaron como si fuera de ellos”, comentó Flores, que imparte cursos en la Universidad de la Ciudad de Nueva York y ha escrito para la revista musical Billboard.
Los fines de semana eran esperados por todos y se lucían las mejores galas, con los hombres vestidos de chaqueta y corbata y las mujeres con sus elegantes vestidos, sombreros, a veces guantes y zapatos de tacón alto.
El baile era una especie de alivio y momento de socialización para una comunidad que intentaba abrirse paso en un país e idioma nuevos, luchando duro por sobrevivir.
“Esos salones en el Bronx se llenaban, no solo con las orquestas latinas, sino con las de jazz de Duke Ellington y Count Basie, y a veces este tocaba contra la de Machito, atrayendo a afroamericanos, latinos, irlandeses y judíos que vivían en el sur del Bronx. Los dueños de esos salones eran judíos”, detalló Sanabria.
“Fue una época intercultural bien chévere, todos unificados por el baile y la música. Eso ya no existe. Los chicos aprendían a bailar y a tratar a una mujer, cómo hablarle para preguntarle si quería bailar y qué quería bailar, no podían ser vulgares. Ya no saben cómo conducirse con una joven. Había que vestirse bien. Eso era una cultura que se ha ido”, lamentó.
En la década de 1960 comenzó la informalidad dejando atrás el glamour y las orquestas sustituyeron a las big bands.
“Los rockeros cambiaron todo eso, al final de los 60 y principios de los 70, vistiendo vaqueros y cabello largo; pero no Elvis Presley que siempre fue elegante”, comentó Flores, quien también lamenta la desaparición de los salones de baile y el glamour que en ellos reinó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario